3. Jesucristo, prototipo de Hombre Nuevo
El ser humano tiende a buscar un modelo de comportamiento. El problema de hoy en día es que muchas veces se busca y sigue modelos que no lo son, dejándose influenciar por ellos, mucahs veces al grado de caer en la alienación.
El apóstol San Pablo en sus cartas nos presenta al hombre viejo y al hombre nuevo. Cada uno de nosotros, por la libertad que tenemos, nos inclinamos a ser uno de ellos. El hombre viejo es figura de Adán, esclavizado, fracasado. El hombre nuevo, que es caritativo, comunitario, alegre y que vive para hacer la voluntad de Dios, es Cristo; y todo aquel que sigue a Cristo (Cfr. Col 3, 1-10; 1 Co 15, 22. 47-49).
San Pablo en la carta a los Efesios nos invita a dejar el hombre "viejo" y a "revestirnos" del Hombre Nuevo (Ef 4, 22.24) para ello necesitamos descubrir cuál es el rasgo esencial que distingue al Hombre Nuevo del "viejo" y esta respuesta la encontramos en el texto de Rm 5, 19: la obediencia.
Jesucristo, el Hombre Nuevo, nada hace "por sí mismo" o "para sí mismo" y su gloria. Su alimento es hacer la voluntad del Padre. Lleva su obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2, 8). Vive en total y absoluta dependencia de Dios y en esta dependencia encuentra su fuerza, su alegría, su libertad y su "ser" (Jn 8, 28-29).
Nosotros estamos llamados a imitar a Jesús en cuanto "hombre nuevo", hombre sin pecado. Necesitamos, por tanto, tomar muy en serio la invitación del Señor a abandonar el hombre viejo con sus concupiscencias. Abandonar el hombre viejo significa abandonar la propia voluntad, y revestirnos del Hombre Nuevo significa abrazar la voluntad de Dios.
El apóstol San Pablo en sus cartas nos presenta al hombre viejo y al hombre nuevo. Cada uno de nosotros, por la libertad que tenemos, nos inclinamos a ser uno de ellos. El hombre viejo es figura de Adán, esclavizado, fracasado. El hombre nuevo, que es caritativo, comunitario, alegre y que vive para hacer la voluntad de Dios, es Cristo; y todo aquel que sigue a Cristo (Cfr. Col 3, 1-10; 1 Co 15, 22. 47-49).
Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre |
San Pablo en la carta a los Efesios nos invita a dejar el hombre "viejo" y a "revestirnos" del Hombre Nuevo (Ef 4, 22.24) para ello necesitamos descubrir cuál es el rasgo esencial que distingue al Hombre Nuevo del "viejo" y esta respuesta la encontramos en el texto de Rm 5, 19: la obediencia.
Jesucristo, el Hombre Nuevo, nada hace "por sí mismo" o "para sí mismo" y su gloria. Su alimento es hacer la voluntad del Padre. Lleva su obediencia hasta la muerte, y muerte de cruz (Flp 2, 8). Vive en total y absoluta dependencia de Dios y en esta dependencia encuentra su fuerza, su alegría, su libertad y su "ser" (Jn 8, 28-29).
Nosotros estamos llamados a imitar a Jesús en cuanto "hombre nuevo", hombre sin pecado. Necesitamos, por tanto, tomar muy en serio la invitación del Señor a abandonar el hombre viejo con sus concupiscencias. Abandonar el hombre viejo significa abandonar la propia voluntad, y revestirnos del Hombre Nuevo significa abrazar la voluntad de Dios.
Prof. Jilbert Buelot Chávez
A continuación, el autor Luis Rubio Morán, en su libro Historia de la Salvación, nos muestra como Jesús de Nazareth es el cumplimiento de las promesas hechas a lo largo de la historia del pueblo de Israel, pero también podemos ver a la luz de este texto que Jesús de Nazareth es verdadero Dios y vive como hombre. Nada de lo humano se le hace extraño, excepto el pecado. Pues para nosotros eso es muestra de que podemos vivir la vida cristiana en medio de nuestra fragilidad humana e inclinaciones, con las tribulaciones que conlleva, pero reconociendo los pecados que nos hacen caer y levantándonos.
JESÚS DE NAZARETH, UN HOMBRE ENTRE LOS HOMBRES
Jesús de Nazaret, a quien la fe cristiana confiesa como el Salvador, como el Hijo de Dios, es un hombre entre los hombres. Su vida se halla encuadrada en un marco espacio-temporal perfectamente controlable y conocido. Nace en el reinado de Herodes (37 a. C.-4 a. de C; cf. Lc 1, 5 s.; 2, 1 s.), siendo emperador de Roma César Augusto (29 a. de C.-14 d. de C). Cuando inicia su actividad es emperador de Roma Tiberio (14-37 d. C ) , gobierna Judea Poncio Pilato (26-36 d.C), como tetrarca de Galilea ha sido puesto Herodes Antipas (4 a. C.-39 d. C), ejercen el Sumo Sacerdocio Anas y Caifas (cf. Lc 3, 1-2). Herodes tratará de apoderarse de él para matarlo (cf. Lc 13, 31; Mc 6, 14-16) y le tachará de loco (cf. Lc 23, 6-12). Anas y Caifas presidirán la reunión del sanedrín que lo condena a muerte (Jn 18, 12-14; 19, 24; Mt 26, 57-66). Pilato firmará la sentencia de crucifixión (Mc 15, 1-15 par.).
Su vida se desarrolla en la Palestina de comienzos del siglo I de nuestra era. Pertenece al pueblo judío (cf. Mt 1, 1 s.; Lc 3, 23-28), como judío vive: es circuncidado al octavo día como todo varón judío (Lc 2, 21), presentado al templo (Lc 2, 22 s.), sube a Jerusalén a celebrar las fiestas de su pueblo (Mc 11, 1-11; Lc 9, 51. 53; Jn 2, 13. 23; 5, 1; 7, 2. 10-14; 10, 22; 11, 55; 12, 12-15), se reúne los sábados en las sinagogas para la oración (cf. Lc 4, 16). Se considera orgulloso de serlo (cf. Jn 4, 22); habla su mismo lenguaje, utiliza sus mismas imágenes, conoce sus escrituras sagradas (cf. Lc 4, 16-21; Mc 12, 35-40). Como judío es reconocido por sus contemporáneos e incluso despreciado por ellos (cf. Lc 9, 51-53; Jn 4, 1-9; 18, 35).
Como hombre, ha vivido en su propia carne las experiencias más hondas de la miseria humana: la pobreza (cf. Lc 2, 1-7; Mt 8, 20; Jn 19, 23-24), la ignorancia (Mc 9, 21-33; 10, 36; 13, 32), el hambre (Mt 4, 1), la sed y el agotamiento después del duro caminar (Jn 4, 3 s.). Desde los primeros momentos de su vida, y hasta el final de ella, sufre la persecución (cf. Mt 2, 13-18; Mc 3, 6-7; Mt 12, 14; Jn 5, 16; 7, 19-23; 8, 59; 11, 45-54; 18-19). Conoce el gozo que proporcionan la familia y los amigos, con quienes disfruta con sus alegrías (cf. Lc 2, 39-52; Jn 2, 1-5; 3, 29; 11, 1-5; Mc 2, 13 s.; Lc 10, 17; Mt 11, 16-18). Pero de su familia y de sus mismos amigos tiene que experimentar el dolor de la incomprensión, de la crítica amarga, del abandono, de la traición (cf. Mc 3, 21; Lc 22, 47-48; Jn 6, 60-66; 13, 21-32). Sabe compadecerse de la multitud hambrienta (cf. Mc 6, 34; 8,1-10), entristecerse hasta las lágrimas ante la experiencia del dolor humano (Jn 11, 33), de la desgracia inevitable (Mc 11, 34; Lc 19, 41). Conoce y experimenta el sometimiento y la obediencia, aprendida en el dolor (cf.Le2,51;Heb5,7-8;Fil2,8),el desaliento (Lc 22, 43), la angustia y el horror ante la muerte, una de las experiencias más trágicamente humanas (cf. Mc 11, 33-35; Lc 22, 39-44; Heb 5, 7). Las situaciones injustas provocan en él ira (cf. Jn 2, 15 ss.; Mc 8, 11-13; 11, 15-19; Mt 23, 13-36). Experimenta la máxima miseria de la condición humana, que es la muerte, con todos los horrores de un suplicio para malhechores, después de una traición, el abandono de todos, una condena injusta (cf. Mc 14, 43 -15, 32 par.). Su muerte es comprobada jurídicamente (cf. Mc 15, 33-44), y por si pudiera quedar alguna duda, uno de los soldados atraviesa su corazón con una lanza (cf. Jn 19, 34).
Jesús de Nazaret, pues, es realmente de nuestra misma raza, es hombre hasta las últimas consecuencias, hermano de los hombres, consanguíneo de la humanidad. Nada de lo humano le es extraño. Nada, excepto el pecado (cf. Heb 4, 14). Se le ha podido tachar de iluso o de loco. Se le ha podido odiar hasta la muerte. Pero nadie, ni sus más encarnizados enemigos durante su vida ni a lo largo de la historia, han podido responder afirmativamente, y demostrar su afirmación, a la pregunta que Jesús dirige a sus contemporáneos: «¿Quién de vosotros puede argüirme de pecado?» (cf. Jn 8, 46). Todos tienen que confesar que ha pasado por el mundo haciendo el bien, que todo lo ha hecho bien (cf. Hech 10, 38; Mc 7, 37).
El carácter humano, integralmente humano del Salvador no ha podido ser puesto en duda por sus contemporáneos. Ellos lo veían, lo tocaban, lo palpaban. Para ellos el escándalo estaba en que, «siendo hombre», pretendiera hacerse Dios (cf. Jn 10, 33). Pero cuando, después de la resurrección, se ha visto a Jesús como el Cristo, como el Hijo de Dios, como el Salvador, existe el peligro de deshumanizarlo. Este peligro apareció en seguida en la Iglesia. Se advierte ya en los mismos Evangelios, que intentan disminuir los rasgos humanos del Salvador. Pero contra este peligro se elevan muchas de las expresiones del nuevo testamento.
En primer lugar, las genealogías con que se abren los Evangelios insertan al Salvador dentro de una cadena de generaciones humanas (cf. Mt 1, 1-17; Lc 3, 23-38). Así, Jesús, el Hijo de Dios (cf. Mc 1, 1; Lc 3, 22), el Cristo (Mt 1,17), empalma con la humanidad dentro del pueblo de Israel en ocasiones de una manera escandalosa (cf. Mt 1, vv. 3. 5. 6), y con la humanidad entera (cf. Lc 3,
38). El mismo título «hijo del hombre», tan frecuente en los Evangelios (cf. Mc 10, 45; Lc 9, 22 s.; Mt 16, 13 ss.; passim), debe interpretarse, en primer lugar como una afirmación de la plena humanidad del Salvador.
El resto del Nuevo Testamento será más explícito. «Uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo para redención de muchos» (1 Tim 2, 5). Especialmente contra aquellas tendencias que negaban la verdad de la encarnación. «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14; 2 Jn 7; 1 Jn 1, 1-3; 4, 1-6; Fil 2, 7; Rom 8, 3; 9, 5; 1, 1-3; Gal 4, 4).
La Carta a los Hebreos dará un paso más justificando la necesidad de esta comunión del Salvador con el hombre. Para poder salvar al hombre, especialmente de la esclavitud de la muerte (cf. 2, 14-15), el que había de guiarlos a todos a la salvación (2, 10), tendrá que entrar en comunión perfecta con los hombres todos, asumir la condición carnal (2, 14), la debilidad y miseria que son herencia del hombre en su situación histórica. Sólo así, haciéndose en verdad «hermano de los hombres» (cf. 2,11-12) hasta las últimas consecuencias, hasta la misma muerte, podía abrir un camino en ella y librarlos del miedo a la muerte que esclaviza a los hombres (cf. 2, 14-15). Sólo así podía hacerse «pontífice misericordioso y fiel en las cosas que tocan a Dios para expiar los pecados del pueblo. Porque en cuanto él mismo padeció siendo tentado, es capaz de ayudar a los tentados» (2, 17-18). Sólo así podía hacerse «causa de salvación eterna» (5, 9), apto para llevar a los hombres hasta el interior mismo del santuario (cf. 9, 24-25).
Todo lo que hemos visto se sintetiza en una sola expresión. Jesús de Nazaret es el hombre perfecto, el que realiza el plan de Dios sobre la humanidad (cf. Heb 2, 5-9), el segundo Adán (1 Cor 15, 21-22. 45-49; Rom 5, 15). Es EL HOMBRE. Así lo expresa proféticamente Pilato al presentar a Jesús flagelado y coronado de espinas ante los judíos: «Este es el HOMBRE» (Jn 19, 5). Aquí tenéis la encarnación perfecta de lo que el hombre es. Con toda su miseria y su impotencia. Con toda su grandeza y majestad, como un rey sobre su trono, soberano de la vida y de la muerte, vencedor hasta de sus mismos enemigos (cf. v. 14).
***
Que el Salvador de los hombres sea un hombre, partícipe de nuestra miseria hasta llegar a la misma muerte y muerte de cruz, es, para todos y para siempre, un escándalo, una necedad (cf. 1 Cor 1, 23). Amenaza siempre la tentación de suprimir este escándalo, relegando su figura al mundo de la leyenda o del mito, o reduciéndolo a una mera apariencia de hombre. La Iglesia ha debido, y debe, estar constantemente atenta para defender este dato y rechazar el peligro. Así lo hizo en ocasión solemne en los primeros siglos. «Ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, el mismo... perfecto en la humanidad..., verdaderamente hombre..., consustancial a nosotros en cuanto a la humanidad» (Con. Calcedonia, año 451). Tarea de la teología de todos los tiempos será descubrir en cada momento, con ayuda de la ciencia y de la reflexión filosófica, qué es lo verdaderamente humano, y ver cómo todo ello se realiza en el Salvador de los hombres.
Toda la historia de la salvación nos ha atestiguado el camino seguido por Dios para salvar al hombre. Dios se ha servido siempre de hombres para llevar a cabo esa obra que, sin embargo, se sabía divina. Esos salvadores han debido solidarizarse con el pueblo, asumir su misma suerte para sacarlo de ella. Al llegar la realización de la salvación no falta esta costumbre divina. El Salvador asume plenamente la condición humana, «se despojó de sí mismo tomando condición de siervo, haciéndose semejante a los hombres y apareciendo en su parte como hombre y se humilló a sí mismo, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz» (Fil 2, 7-8). Era el camino obligado para la salvación real de los hombres.
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